martes, 26 de febrero de 2013

Corre, corre, carnerito.

Se me cae la baba. *________*


CF VI. La rebeldía del Dragón.


Sertan fue despedido en un emotivo funeral y sepultado a los pies del Santuario, junto al resto de Caballeros caídos con el correr de los años en nombre de Atenea. 
Tras el acto, Casyopea, todavía enferma a causa del veneno de Albafika, fue llevada por Píntocles de regreso a la Casa de Libra, para descansar y seguir peleando una silenciosa batalla por su vida. 
-Ha sido un funeral bonito, ¿verdad? El maestro Shion ha dicho cosas preciosas de Sertan. Píntocles... si yo muero en una batalla... ¿Tú dirás cosas bonitas de mí? 
-Si tu mueres yo no podré decir cosas bonitas de ti, Casyopea; estaría esperándote en los Campos Elíseos, pues yo habría muerto defendiéndote -no podía creer que se hubiese atrevido a decirle aquello... ¡Y sin tartamudear! 
Casyopea se sonrojó hasta las orejas. Hasta la máscara sentía que se iba a poner roja. Levantó la cabeza para mirarle.
-Oh, Píntocles, es lo más bonito que me han dicho nunca -se levantó la máscara para darle un beso en la mejilla.

Mientras tanto, en la casa de Piscis, Shion, Dohko y Albafika debatían sobre el estado de la muchacha. De momento no había sucumbido al veneno, pero éste le hacía vomitar y marearse y estaba débil. Tal y como estaba, tanto su muerte como su supervivencia eran igual de factibles. Cuando sus dos compañeros se retiraron, Albafika salió al umbral de su Templo, a esperar al Caballero del Dragón, que, tras el entierro de Píntocles, le había dicho que subiría a tratar con él algo importante. ¿Qué podría ser?
Dohko regresaba hacia su casa cuando vio subir a Píntocles y, sabiendo los sentimiento que albergaba por su pupila y la tensión que había presentado entre él y Piscis con anterioridad, decidió esperar allí, para ver qué pasaba, ocultando su presencia.
-Buenas noches, caballero del Dragón. 
-Buenas noches, caballero de Piscis.
-Bien, tú dirás ... 
-Vengo a preguntarle qué es lo que pretende con Casyopea. ¿Qué es para usted esa muchacha? 
-Te equivocas si piensas que soy tu rival para conseguir su corazón, Píntocles. Si eres capaz de conquistarla, no seré yo quien te lo impida, aunque -clavó su mirada en los ojos del joven caballero de bronce- más te vale no hacerle daño o acabarás enterrado de tal manera que ni los gusanos podrán devorar tu cadáver .
Píntocles se quedó perplejo unos segundos. ¿Realmente no estaba interesado en ella? 
-Puede estar seguro de que no le haré ningún daño y tampoco permitiré que se lo hagan, así que no se acerque a ella o su ponzoñosa sangre la matará.
-No voy a permitir que un miserable caballero de bronce me dé órdenes. Y ahora más te vale abandonar la casa de Piscis si no quieres que te saque yo.
Dohko se alertó. Albafika solía ser muy tranquilo y jamás amenazaba a un compañero, menos a un subordinado. Y la "amenaza" de Píntocles era algo normal. Estaba marcando su territorio con Casy. Vale, no era necesario, pero era normal.
Píntocles elevó su cosmos:
-Vas a arrepentirte de haberme amenazado -dijo corriendo hacia Albafika con la intención de atacar al Santo de Piscis-. ¡Por la cólera del Dragón! -gritó y lanzó su puño contra Albafika. Sorprendentemente, el ataque del caballero de bronce se detuvo en seco contra algo... Albafika sostenía una rosa negra.
-Vete ahora y olvidaré lo que acabas de hacer -dijo en tono serio y sin mirarle a los ojos.
Dohko dejó de ocultar su cosmos y se dejó ver. Su gesto era tan serio como el de Piscis. Miró a Píntocles. 
-Márchate. Acabas de salir de heridas graves, no creo que quieras volver a la enfermería tan pronto -esperaba que el muchacho le hiciese caso, porque si Albafika respondía, seguramente no saliese con vida de allí.
Albafika no parecía sorprendido por la repentina aparición de Dohko y se limitó a darles la espalda a ambos y alejarse de ellos con paso firme. 
Píntocles apretó los dientes mirando el gesto de Albafika:
-Está bien. Como usted diga, Señor Dohko -caminó en dirección opuesta para abandonar la casa de Piscis.
Dohko siguió a Albafika. 
-Gracias por no responder a su ataque -sabía que podría haberlo hecho y tenía motivos-. No se lo tengas en cuenta, es un chiquillo enamorado. Ve fantasmas donde no los hay.
Albafika sonrió, aunque en su interior sentía autentica rabia. 
-Tanto tú como yo sabemos que si llego a responder, ahora mismo la armadura del Dragón estaría tan vacía como la de Perseo, pero tienes razón; no es más que un niño enamorado -respiró hondo para relajarse. 
-Está en una edad complicada. Y Casy es tan dulce cuando quiere... No puedes culparle por querer mantener a cualquier otro hombre lejos de ella -meneó la cabeza. En el fondo no dejaba de ser divertido-. No te preocupes, hablaré con él, estoy seguro de que mañana mismo estará aquí, pidiendo disculpas.
-Debería estarme agradecido por haberle salvado la vida a la mujer que ama, aun a riesgo de mi propia vida. Por no mencionar la diferencia de rango que hay entre nosotros. No me habría acarreado ninguna consecuencia con el Santuario el haber acabado con él. Mis razones para no contraatacar han sido otras 
-Seguramente esté más enfadado consigo mismo que contigo. Después de todo, ella estuvo en peligro y él no estuvo allí para salvarla. Le duele el orgullo -no le preguntó por sus razones, si quería compartirlas o no, era cosa suya.

Los días pasaron. Casyopea parecía haber superado con éxito su particular batalla contra el veneno de Albafika, gracias a los cuidados recibidos en la Casa de Libra. La convalecencia se le había hecho mucho más llevadera gracias a las charlas con Píntocles. Sin embargo, para el joven Dragón, aquellas conversaciones eran un arma de doble filo. Disfrutaba de la compañía de Casyopea, pero no podía ver su rostro, que quedaba de nuevo oculto tras la máscara. Podía escuchar su voz, pero sólo para oírla hablar de lo agradecida que estaba con Albafika por haberle salvado la vida. Por mucho que intentase recordarle que era su culpa que casi hubiese muerto envenenada, que posiblemente su propia armadura fuese minando su salud, Casyopea no parecía darle importancia a esos detalles. Píntocles comenzaba a cuestionarse si había escogido bien el bando al que pertenecer.

sábado, 23 de febrero de 2013

CF V. El regreso al Santuario.


El regreso al Santuario fue lento y silencioso. Llevaban con ellos las armas de la diosa y los restos de la estatua en la que se había convertido Sertan, así como la armadura de plata que había vestido, para que Shion o el Maestro Hakurei pudiesen repararla.
No habían abandonado aún el Reino de Asgard cuando un cosmos les alcanzó por la retaguardia. La música flotaba en el ambiente y antes de que fueran conscientes de a quién se enfrentaban, el guerrero divino de Eta apareció ante ellos y les atacó. Al haber muerto Sertan, había quedado liberado del encantamiento del escudo de Medusa y les había seguido para atacar al más débil de ellos en primer lugar: Casyopea.
Las cuerdas del arpa se tensaron alrededor del cuerpo de la muchacha. Sin la protección de su armadura, las cuerdas hendieron con facilidad la carne, hasta que las rosas de Albafika la liberaron y cayó de rodillas en la nieve. El Guerrero Divino cayó sobre su instrumento, rompiéndolo en varios trozos.
Casyopea respiraba con dificultad. Se apoyó en Píntocles para enderezarse y quedar sentada en sus talones, aún en la nieve. Se pasó las manos por la herida, llenándose los dedos de sangre. Asintió. Estaba bien, aunque algo asustada, así que se pegó al caballero del Dragón, buscando un abrazo reconfortante.

El viaje de regreso se les estaba haciendo eterno, hasta que, por fin, vieron a lo lejos la estatua de Atenea. Ya estaban cerca del Santuario. En unas horas más, llegarían.
-Por fin en casa -dijo Albafika antes de notar un poderoso cosmos que se acercaba a ellos. Ni siquiera a un par de kilómetros del Santuario estaban a salvo. Una extraña figura hizo aparición, cuya armadura era igual a la del guerrero de Mythar, pero de color blanco.
-¿Creíais que ibais a iros de rositas? No llegareis al Santuario con vida -dijo el recién llegado, poniéndose en guardia.
Píntocles vio la oportunidad de ganar puntos con Casyopea y decidió ser él quien presentase batalla. Ya había luchado contra un gemelo, conocía sus ataques y creía tener ventaja sobre el otro. Sin embargo, las heridas y el largo camino le mermaban las fuerzas y el Guerrero de Odín casi acaba con su vida. Lo hubiese hecho si, desde lejos, no hubiese llegado un dragón de cosmos verdoso que golpeó a Dub. Dohko, que había sentido acercarse los cosmos de los Santos de Atenea, había salido a su encuentro para conocer los detalles de la primera misión de Andrómeda, ya estaba allí mismo.
Dos caballeros de oro no serian tan fáciles de derrotar y Dub lo sabía. Tal vez debería aprovechar y huir.
-Vaya, otro caballero de oro, ¿eh? Veo que los caballeros del zodiaco sois tan cobardes como recordaba. No sois capaces de enfrentaros a mi de uno en uno.
-Y los guerreros de Asgard tanto como recordaba yo, atacando a personas heridas que apenas pueden presentar batalla. ¿Quieres que luchemos nosotros dos? -Dohko esbozó una sonrisa. Así, tanto Dub como él estarían "frescos" y el combate no se vería afectado por heridas anteriores y el cansancio del viaje.
Dub sopesó aquel ofrecimiento. Se enfrentaba al caballero de oro de Libra, pero, aunque lograse vencerlo, le quedaría otro caballero de oro. Eso sin mencionar la posibilidad de que pudiesen llegar más caballeros de oro. 
-Sé reconocer cuando me encuentro en desventaja y éste es uno de esos momentos. Habéis vencido en esta batalla, pero la guerra está lejos de acabar. Nos volveremos a ver -dijo saltando hacia la luz del sol para que no pudieran seguirle.
Dohko no hizo siquiera ademán de ir tras él. Se acercó a Albafika. 
-Bienvenido, amigo mío. Y vosotros también, chicos. ¿Estáis bien? Vamos, el Santuario está cerca. En cuanto lleguemos, curaremos vuestras heridas -Cogió la lanza de manos de Casy y la ayudó a levantarse, pero ella ya no podía ponerse en pie. Nadie había reparado en ello, pero había estado presente cuando Albafika había lanzado sus espinas escarlatas y la sangre del Santo de Piscis había caído sobre ella de nuevo más tarde, cuando la había salvado junto a la estatua de Odín. Estaba envenenada.


Varios días más tarde...
Albafika se encontraba junto a Shion mientras éste reparaba las armaduras. El Santo de Aries se afanaba en reparar cada una de las piezas. La armadura del dragón le había costado mucho trabajo, pero ya estaba casi lista. La de Andromeda... era un asunto más delicado. 
-Ains... me temo que no tiene solución, no hay forma de eliminar tu sangre de la armadura. La hará más fuerte, sí, pero podría implicar un lento envenenamiento para la muchacha.
Albafika se quedó en silencio unos segundos. 
-No tuve opción. Si no llego a protegerla de aquel ataque, hoy tendríamos que celebrar dos funerales en vez de uno. 
-Normalmente el Santo de Piscis no presta su sangre para reparar armaduras, a pesar de que eso las haría, como con la sangre de cualquier caballero de oro, mucho más fuertes. Pero tú mismo sabes el problema que conlleva. Por eso, como no se ha hecho nunca, al menos que yo sepa, no sé qué alcance real pueda tener. Podría ser que no pasase nada o podría convertirse en una armadura que fuese minando poco a poco la vida de su caballero, mientras la usase. Eso sólo lo sabremos cuando Casy se recupere -si logra hacerlo- y la use de nuevo.

La joven amazona recibió estoicamente la noticia de que su armadura podía haberse convertido en un peligro para ella. Aunque apenas se quedó a sola con Píntocles, se derrumbó en llanto, buscando su abrazo. Albafika se sentía culpable por el dolor que le había causado. Por ello odiaba su sangre, por ello se mantenía siempre alejado de los demás Caballeros. Pero ya no tenía remedio. Si siquiera sabía si la muchacha sobreviviría.

AN I. Un presente para Atenea.


Siegfried acaba de llegar al Santuario levantando cierto revuelo ya que muchos guerreros del santo lugar no estaban informados de su llegada. Con él, flanqueándole, hay dos guerreros de Asgard (de los normales, feos y con cuernos xD). El Guerrero Divino avanza hacia las escaleras de las 12 casas portando un cofre dorado en sus manos. La larga capa blanca que lleva bate con el viento a su espalda. Sabe que los doce caballeros de Oro están al tanto de su llegada y que por parte del Santuario también se ha enviado a varios caballeros a Asgard con el mismo motivo que el que él tiene: mantener los lazos de amistad entre ambas regiones.
Siegfried comienza a subir las escaleras hacia la casa de Aries. Sus pasos resuenan ligeramente metálicos sobre el mármol blanco ya que porta la armadura de Alpha. No parece prestarle la menor atención a los guerreros menores del Santuario a los que comienza a llegar atrás con su llegada a las doce casas. Su mirada está puesta únicamente en las puertas de la primera casa.
Los aprendices que entrenaban en el Coliseo detuvieron sus prácticas para agolparse en lo alto de la grada para ver al extraño visitante. Algunos murmuran sobre los motivos que le llevan a estar allí, pero ninguno lo sabe a ciencia cierta. Al final de las escaleras del Primer Templo, su guardián, Shion de Aries, espera la llegada de Siegfried. Su gesto es serio aunque no hostil. Shion siempre ha sido un hombre solemne cuando se trataba de asuntos oficiales y éste no es una excepción. La armadura dorada brilla al sol de mediodía, con la blanca capa ondeando levemente tras ella. El casco oculta el nacimiento de su larga melena rubia, que cae a su espalda, bajo la capa. Apenas los guerreros de Asgard llegan junto a él, toma la palabra:
-Bienvenido al Santuario, Guerrero Divino de Alpha.
-Gracias, caballero de Aries... -asiente a sus palabras con gesto también solemne. Ambos tienen una expresión similar. Los cabellos de un castaño claro del Guerrero Divino se remueven con su gesto y luego clava su mirada de ojos increíblemente claros en Shion. A pesar de ser aliados, eran unos completos desconocidos el uno para el otro-. Mi nombre es Siegfried, de Dubhe, el decimotercero de su nombre.
-Shion -se presenta también. Es absurdo añadir todo aquello de "Shion de Aries, Caballero de Oro de Atenea, guardián del la Primera Casa, el Templo del Carnero Blanco..." Bla, bla bla. Siegfried ya lo sabe y a él nunca le ha gustado la ostentación-. Es un honor recibir emisarios de Asgard en el Santuario. La Señora os espera, mas el viaje ha sido largo, si preferís descansar un poco... -con un ademán de la mano, le muestra la entrada al Templo de Aries, indicando así que su casa está a su disposición.
Siegfried le mira con una casi imperceptible expresión de desconcierto. "¿Un Caballero de Atenea no se fatigaría por un simple viaje, verdad?" pensó para sí. 
-Gracias, Shion, pero no es necesario -el Guerrero Divino parece más que entero y sin dudar avanza con esos pasos ligeramente metálicos hacia el interior de la casa de Aries. Siegfried alza la mirada hasta la última casa antes de entrar. Desde luego se trataba de un lugar impresionante. Una prueba que realmente titánica. Aquello despertó una punzada de orgullo y arrogancia por probarse, pero no dijo nada. No había venido a combatir. Sus hombres resoplan eso sí, con mucho disimulo cuando dice que van a subir directamente. Siegfried los mira un instante de reojo-. No seré yo quien haga esperar a la Diosa Atenea más de lo necesario.
Shion asiente con un leve cabeceo. Había supuesto la respuesta, pero las órdenes de la Diosa eran hacer el ofrecimiento. Nadie puede poner en duda la hospitalidad del Santuario. Camina a la par con el Guerrero Divino hasta la salida trasera de su Templo, la que lleva a las escaleras que lo comunican con la Casa de Tauro. Los Santos de Atenea tienen atajos entre las casas, pero no va a mostrárselos a un extraño, por muy en son de paz y con presentes que venga. Hoy son amigos, mañana podrían ser, como ya habían sido en tiempos anteriores, enemigos mortales. Por ello le lleva atravesando los 12 templos, hasta la Cámara del Patriarca, donde Sage y Atenea le esperan. Para amenizar un poco el camino, intenta ofrecer un poco de charla. 
-La Señora espera que con estos intercambios recíprocos, los lazos entre nuestros Santuarios se estrechen.
-Lo mismo espera el pueblo de Asgard, Caballero -camina a su lado en todo momento y con el cofre dorado, de más o menos 50 cm de largo sobre sus manos. En ningún momento se lo puso bajo el brazo ni nada así. Salta a la vista que Siegfried, como Shion, se tomaba estos intercambios seriamente, a diferencia de algunos Caballeros con los que se habían cruzado-. Después de hoy, nuestros lazos se habrán afianzado de nuevo y seremos aliados. Si ocurre cualquier desgracia, sabéis que podéis contar con nosotros.
Siegfried centra la mirada en la cámara del Patriarca una vez dejan atrás la casa de Piscis y el último tramo de escaleras. No puede evitar preguntarse, obviamente, cómo será Atenea. Ya empieza a sentir su cosmos, que le hace sentir... un tanto extraño.
-Al igual que Asgard puede contar con los caballeros de Atenea. Los tiempos en que luchamos unos contra otros, por suerte, han quedado atrás.
Tramo a tramo, han dejado atrás los templos y se hallan ante las puertas de la Cámara. Altas, macizas, de doble hoja, hechas con oscura madera tallada en la que resaltan los tiradores dorados. Aun antes de abrirlas, Shion hinca la rodilla en el suelo. Se despoja del casco y lo sostiene bajo su brazo. 
-Shion de Aries se presenta. Mi Señora, Gran Patriarca, el emisario de Asgard ha llegado. 
Desde el interior, se escucha un voz, grave y solemne:
-Pasad, Atenea os espera. 
Shion se puso en pie y, empujando una de las hojas, cedió el paso a Siegfried. Tras las puertas se hallaba la sala principal, donde estaba el trono de Atenea, el que, en ausencia de la Diosa, ocupaba el Patriarca, en lo alto de media docena de peldaños. Dos figuras estaban allí, en el centro de la estancia, una mujer joven, de rostro dulce y largo cabello claro, vestida de blanco, sentada en el trono, y un anciano a su lado, de cabello plateado y vestido con la oscura túnica del Patriarca, aunque sin el casco. Nadie se cubre la cabeza ante su Diosa.
Siegfried sostiene durante un momento el cofre sólo con una de sus manos y con la otra se deshace del casco dragontino que entrega a uno de sus hombres, dejando libre sus cabellos castaños. Al momento vuelve a tomar el cofre con ambas manos y avanza directamente hacia ella. Su aura era muy diferente a cualquiera de las de Asgard lo que aumenta la sensación de extrañeza. Procurando permanecer lo más indiferente posible siguió avanzando y al llegar ante ella, hinca una rodilla en el suelo, y posa el cofre ante el trono y finalmente se apoya con una mano en el suelo, tan solo con las yemas de los dedos (postura del anime, vamos):
-Diosa Atenea. Tengo el honor de haceros entrega de los presentes del pueblo de Asgard como símbolo de nuestra amistad y reconocimiento. Espero que os agraden y que ayuden a fortalecer nuestros lazos -adelanta sus manos tras decir eso y la mira una vez más con la rodilla en tierra. Sus manos toman la tapa y comienzan a abrirla... Había puesto el cofre de modo que se abriese hacia ella. Un hermoso destello dorado comienza a asomar en cuanto la tapa se abre siquiera un milímetro-. Los mejores joyeros de Asgard se han esforzado durante años...
El inmenso cosmos de la Diosa llena toda la estancia de una extraña calidez, superando incluso el cosmos de Sage. Una amable sonrisa asoma a sus labios para recibir al Guerrero divino. Guarda silencio hasta que éste termina de hablar y entonces se levanta de su trono, a pesar de la mirada de reproche del Patriarca, que ya había hecho un gesto a Shion para que fuese él quien se agachase y alcanzase el regalo a la Diosa. 
-Bienvenido al Santuario -reiteró la joven-. El mejor presente que ha podido ofrecerme el pueblo de Asgard es la paz que hemos firmado entre nuestras tierras. Luciré este presente con orgullo, para que el mundo sepa que ahora Atenea y Odín son aliados y no enemigos como antaño.
Siegfried no pudo evitar parpadear cuando ella se aproxima a él (una vez, no se crean) y duda un instante al hablar. 
-Gracias, Señora... por vuestra bienvenida y vuestras palabras -con las últimas que le dice, no puede evitar pensar en si realmente podrá lucirlo con orgullo, ya que realmente se había hecho sin... tener ninguna referencia de ella. Pero no duda de la pericia casi mágica de los joyeros de Asgard de modo que termina de levantar la tapa dejando ver el presente a todos. Se trata de un ceñidor dorado para la túnica de Atenea. En relieve están las palabras Atenea y Odín con letras griegas y rúnicas entrelazadas y en el centro, a la altura del ombligo de ella una piedra amatista del exacto color de los cabellos de la Diosa. Cubre desde debajo de las costillas hasta las caderas y parece encantado con runas protectoras. El cofre por dentro está forrado y almohadillado en púrpura de modo que la pieza descanse adecuadamente.
El leve carraspeo de Sage no impide que la muchacha baje los peldaños hasta situarse justo delante de su invitado. La suave tela de la túnica se abultó a su alrededor cuando se agachó ante el cofre, deshinchándose y quedando arrugada sobre el suelo. Su mano se posó sobre la tapa del cofre, rozando la de Siegfried. La otra acarició el metal de la pieza. 
-Es magnífico. Expresad mi agradecimiento a Odín y su pueblo por este regalo. Y ahora, por favor, levantad y acompañadme. Empiezo a sentir hambre. 
En la sala posterior había mandado preparar casi un banquete para agasajar a los emisarios y, sabiendo que, al igual que sus propios caballeros, no admitirían tener hambre o sed, jugaría la baza de ser ella la que lo necesitaba. No iban a decirle que no, ¿o sí?
Siegfried tensa mínimamente los dedos ante el roce de ella. Entreabre los labios y la mira unos instantes con aquellos ojos tan increíblemente azules. 
-Me alegro de que os guste. Os puedo asegurar que los joyeros serán felicitados efusivamente en vuestro nombre -sonrió. Bueno, no había ido mal, pensó. -Espero poder veros con el ceñidor puesto más tarde -¿Él había dicho eso? Carraspeó un instante. -Por supuesto, os sigo, Señora.
La Diosa se pone en pie y dedica una mirada cargada de fingida inocencia a Sage, quien se limita a suspirar. Shion de Aries es quien se ocupa de retirar el cofre, cerrado de nuevo, y entregarlo a las muchachas que atienden a Atenea para que lo lleven a su alcoba. 
-Por supuesto, esta misma noche, durante la cena -Se dirige, junto a Siegfried, seguidos ambos de Sage y Shion, a las puertas que se alzan tras el trono, similares a las de entrada a la sala, pero mucho más pequeñas. Ni el Patriarca, ni el Santo de Aries tocan la comida de momento, pero sí lo hace ella, para servir una copa de vino y un poco de carne y ofrecérselas al Guerrero de Alpha. -Comed, y contadme cosas de Asgard. Ahora que no somos enemigos, quiero conocer de vuestro pueblo más que su poder ofensivo.
Siegfried les sigue atento a todo, aunque sin parecer fisgón. Grecia es increíblemente distinta a Asgard, tan distintos como eran ambos Santuarios. Aunque sobre todo la que es más diferente es ella. Esa calidez y espontaneidad le son desconocidas. Cuando ella le sirve la comida, una vez más se sorprende y esboza una sonrisa. 
-Me sorprendo de cuan diferentes somos. Os contaré todo lo que queráis -dijo sonriendo amablemente y se sienta a la dispuesto a disfrutar de la hospitalidad del Santuario.

martes, 19 de febrero de 2013

CF IV. Hasta la estatua de Odín. El fin de la misión.


Píntocles corría a toda velocidad y los escasos rayos de sol de Asgard hacían relucir la armadura del Dragón, la única que, hasta ese momento, aun no había entrado en combate.
De repente, una mole humana estaba en su camino, en una explanada cubierta de nieve. -Bienvenido, caballero del Dragón... te esperaba. -era enorme, portaba un hacha en cada mano y, por su pose, no pensaba ponérselo fácil.
Píntocles tuvo que levantar la cabeza para poder verlo al completo. Aquella montaña humana le doblaba en tamaño y una punzada de temor invadió su cuerpo por un instante, aunque no tardó en desaparecer. 
-Dejame pasar, tengo una misión que cumplir y no serás tú quien me impida llegar hasta la estatua de Odín - dijo poniéndose en guardia.
-Has llegado muy lejos en el reino de Asgard, date por satisfecho y regresa por donde has venido. Es la única oportunidad que tendrás de conservar tu vida. -El guerrero de Gamma se puso en guardia, enarbolando las hachas, pero sin atacar, por si decidía darse la vuelta, aunque no lo creía.
Píntocles no sabía como iba a vencer a aquel gigante, aunque no se amedrentaría por su aspecto-
-Bien, ya que insistes, te mostraré la cólera del Dragón -dijo atacándole de frente. Quería comprobar de qué era capaz el guerrero de Gamma.
El guerrero divino se protegió sin problemas del primer ataque con sus armas, descargando una de ellas contra Píntocles, de costado.
El muchacho intentó protegerse con el escudo del dragón, pero aunque era el más solido de todos, el potente ataque de Roth le lanzó despedido varios metros hacia atrás. Comenzaba a comprender que no iba a ser fácil hacer que aquel gigante doblase las rodillas derrotado.
Aprovechando la distancia, le lanzó una de las hachas, en linea recta, para ver si lograba herirle, las armas siempre volvían a él así que no había problema en lanzarla.
Los golpes se sucedían, las fuerzas no estaban igualadas, pero el joven dragón tenía una férrea voluntad de vencer. Voluntad que flaqueó cuando el Guerrero Divino le reveló que otros Santos de Atenea ya habían entablado batalla y que uno de ellos, Casyopea de Andrómeda, había caído presa del Ataúd de Amatista. El golpe moral le dejó unos minutos a merced de su enemigo y casi le cuesta la vida. Pero las lágrimas que derramó por la amazona fueron tornando el dolor en ira. Por su mente pasaron los momentos vividos junto a ella, sus ojos verdes, la sonrisa que ocultaba la máscara y que había podido ver durante el ataque al Santuario, cuando se había partido por la mitad, y que ahora quedaba de nuevo oculta por otra máscara.
-Completaré esta misión por ella. Llevaré de vuelta al Santuario la Egida y la lanza de Atenea por ella -dijo con convicción.
La misma convicción con la que los cien dragones volaron y arrasaron a su enemigo.

Por su parte, Sertan, caballero de Perseo, continuó su camino hacia el punto más alto de Asgard, sin saber que Dys de Mythar se cruzaría en su camino. Al percibir su cosmos, se detuvo y alzó la guardia.
-Vaya, un gorrión extraviado -se burló el nórdico.
-No estoy extraviado. Sé perfectamente cuál es mi objetivo y no lograrás detenerme -lanzó el primer ataque, una feroz patada, directa al costado de su enemigo.
Dys era tan escurridizo como un felino, por lo que su velocidad era claramente mayor a la de Sertan y esquivó su ataque con facilidad. El santo de plata estaba ya resentido de su combate anterior y sus reflejos se veían mermados. Ni siquiera el escudo de Medusa pudo equilibrar la balanza. Al contrario, su ataque fue devuelto por la defensa de hielo del nórdico y quedó atrapado por su propia técnica. El guerrero divino destrozó la estatua. Sertan cayó hecho pedazos. Su cosmos se diluyó como una mota de polvo en una tormenta hasta extinguirse. Había caído en batalla. 
Por Atenea. 

Albafika y Casyopea ya veían ante ellos la imponente estatua de Odín. Era tan magnífica como la que coronaba el Santuario. Junto a ella les esperaba un cosmos muy poderoso, interponiéndose entre ellos y las armas de Atenea. 
La joven amazona, herida y sin su cadena, se mantuvo en un segundo plano, dejando que Albafika, con más poder, recursos y experiencia, entablase batalla. 

Píntocles también se dirigía hacia allí, aunque se topó con el Guerrero Divino que había vencido a Sertan en su camino. Para no alargar demasiado el combate, el Dragón hizo estallar su cosmos, estando casi a punto de inmolarse con su último y más feroz ataque. Sin embargo, los dioses o el azar quisieron que sobreviviera, quedando inconsciente sobre la nieve.

El guerrero divino tenía una enigmática sonrisa, parecía muy seguro de sí mismo. 
-Os ofrezco marcharos con vida de Asgard, no desaprovechéis la clemencia de los guerreros de Odín.
Albafika se le quedó mirando unos segundos antes de responderle:
-Claro, por supuesto. Pero antes devuélvenos la Égida y la Lanza de Atenea. Hazlo y yo también prometo dejarte con vida.
-No estás en posición de elegir. Ambos estais ya heridos y apenas os tenéis en pie. Marchaos, es la mejor opción. 
-¿Heridos? ¿Te refieres al rasguño en la comisura de mis labios? Pronto comprenderás que el derramamiento de mi sangre es más un error que un acierto para ti -una neblina rojiza comenzó a rodear a ambos combatientes.
Casyopea no sabía qué era aquella neblina, no lo había visto nunca. Se asustó. 
El guerrero divino lanzó un nuevo ataque, aquel que llamaban Espada de Odín. Un rayo azul salió de su mano hacia Albafika. 
-Derramar la sangre de un enemigo nunca es un error.
-Te demostraré que te equivocas -el Santo de Piscis amplió su sonrisa-. ¡Espinas Escarlata! -gritó y la niebla comenzó a precipitarse contra su enemigo convertida en afiladas agujas. 
Casyopea se encogió sobre sí misma, asustada cuando la espinas la rodearon a ella también. Alguna rozó su cuerpo, ahora sin la protección de la armadura. 
El guerrero divino trató de evitarlo, elevando su cosmos, pero el ataque de Albafika era demasiado potente. En un ultimo intento desesperado, les atacó a ambos con el ultimo dragón.
Albafika tuvo que emplearse a fondo y corrió a toda velocidad hacia Casyopea, lanzando por el camino hacia el guerrero divino decenas de rosas negras:
-¡Rosas Piraña! -gritó, llegando hasta el caballero de Andrómeda y cubriéndola con su propio cuerpo.
Casyopea se quedó acurrucada tras Albafika, de modo que no pudo ver cómo el guerrero divino caía bajo las rosas negras y las espinas escarlata. Ya tenían el camino libre, pero ella sólo podía mirar a Albafika sobre ella. El corazón parecía que se le iba a salir. Sólo el sonido del cuerpo al caer la hizo reaccionar. 
-Albafika...
El caballero de oro se levantó con un gesto de dolor en su rostro y escupió sangre; el ultimo ataque del Guerrero divino de Alfa había impactado en su espalda, a pocos centímetros de su corazón, aunque su vida no corría peligro... por el momento. 
Casyopea se asustó mucho al ver a Albafika escupir sangre. Eso no era bueno. 
-¿Estás bien? No te muevas, espera. Déjame ver qué te ha hecho -en ese momento, parecía que el tener las armas al alcance de la mano no le importaba.
Albafika se apartó rápidamente de ella.
-¡No te acerques! -gritó. Temía que el veneno de su sangre afectase al caballero de Andrómeda y no se perdonaría nunca que ella muriese por su culpa-. Estoy bien, no te preocupes. Solo ha sido un arañazo.
-¡¡Un arañazo!! ¡¡Por Atenea!! ¡Estás sangrando mucho! -dio un par de pasos, acortando la distancia de nuevo. Ella no tenía ni idea de que su sangre pudiese ser venenosa. Pensaba que la sensación de agotamiento era por los combates anteriores y las heridas.
Albafika volvió a alejarse de ella. 
-He dicho que no te acerques -la miró fijamente a los ojos-. No me gustaría que murieses por mi culpa -aún permanecían en su memoria las imágenes de su maestro mientras perdía la vida. 
-¿Morir por tu culpa? Eres tú el que morirá si no tapamos esas heridas -se acercó de nuevo, alargando la mano para cogerle del brazo-. Albafika, por favor. Deja que te ayude. Ya hemos perdido a Sertan.
-Casyopea, mi sangre está envenenada y un simple roce con ella te matará, ¿lo entiendes? -intentó taponarse la herida. No iba a morir por aquella herida, aunque comenzaba a sentirse un poco débil. 
-Correré el riesgo. No hemos llegado hasta aquí para que te mueras a un paso de coger las armas de Atenea y volver a casa. 
Como veía que no iba a conseguir mucho, se desgarró una manga para que al menos tuviese con qué taponarse la herida. Fue entonces cuando reparó en la presencia de Píntocles y le hizo un gesto para que se acercase. Píntocles no podía creer lo que estaba viendo. Casy estaba viva.
-¿Casyopea? -logró murmurar.
Albafika suspiró profundamente antes de responderle. 
-Esta herida no me matará, no te preocupes. ¿Qué clase de caballero de oro sería si una herida como esta acabase conmigo? -le dedicó una sonrisa mientras la miraba por primera vez desde que acabó el combate-. ¿Tú estás bien? 
Casyopea arqueó las cejas, bajo la máscara. 
-¿Seguro? -para ese instante, Píntocles había llegado a su lado. Casy, viendo que Albafika parecía estar bien, o al menos insistía en ello, fue a comprobar cómo estaba Píntocles-. Me alegro tanto de que estés bien. Me asusté mucho cuando dejé de sentir tu cosmos -y, como aquella que hace eones que no lo ve, lo abrazó.
Píntocles se sonrojó ante el gesto de Casy. 
-Yo también me alegro de que sigas viva, temía que hubieras muerto, incluso Roth me dijo que Richbela te había eliminado.
Casyopea asintió, soltanto a Píntocles. 
-Estuvo a punto de hacerlo, pero Albafika llegó justo a tiempo para echarme una mano. Si no hubiese sido por él... -hala, ahí, con confianza, ni señor, ni nada.
Pintocles lanzó una mirada furtiva a Albafika, el cual no le estaba mirando, al oir las palabras de Casy. Habría dado cualquier cosa por ser él el que la hubiese salvado. Comenzaba a no sentir demasiada simpatía hacia el santo de Piscis.
Casyopea cogió la mano de Píntocles y tiró de él hacia la estatua de Odín. 
-Ven, ayúdame, vamos a recuperar las armas de Atenea. Y tenemos que guardar bien mi armadura, mira como ha acabado la pobre y... -se detuvo y bajó la mirada-. Deberíamos buscar a Sertan y llevarle de regreso al Santuario. Debe descansar junto a Atenea, no aquí.
Albafika fue junto a los caballeros de Bronce a por las armas de Atenea y, una vez en su poder, emprendieron de nuevo el camino colina abajo. Tal y como había dicho Casy, buscarían el cuerpo de Sertan antes de abandonar Asgard para que tuviese un merecido funeral en el Santuario de Atenea.

viernes, 15 de febrero de 2013

CF III. Una flor sobre el ataúd de amatista.


Casyopea corrió por la nieve todo lo que le daban las piernas. La cadena ondeaba ligeramente tras ella por la carrera, igual que su larga melena castaña. Las heridas parecían doler menos, o tal vez sólo se estaba acostumbrando a ellas. La cadena de Andrómeda reaccionó. Peligro. Pero ella no veía nada y tampoco sentía cosmos alguno.
Richbela de Megrez advirtió una presencia y se preparó para recibirla. Ya habían caido tres de sus compañeros y la situacion comenzaba a ser un tanto alarmante.
Casyopea se detuvo y observó a sus lados. 
-¿Qué ocurre, cadena? ¿Qué percibes? -al detenerse, dejó una mancha roja más grande en la nieve, aún sangraba por la herida de la pierna. De repente la cadena apuntó a su enemigo
Éste bajó hasta su presencia y se mantuvo con los brazos cruzados.
-Vaya, un caballero de Atenea. Parece que Rinfel no murió en vano despues de todo -dijo contemplando las heridas de Casyopea. Aquello podía darle aun más ventaja sobre su adversario.
Casy clavó sus ojos en los de Richbela, aunque él no podía verlo, por la máscara. 
-Así es, soy el Caballero de Andrómeda. Y sí, Rinfel luchó bien, pero estas heridas no harán que me rinda -extendió su cadena por la nieve.
-¿Una mujer? -se sorprendió-. Eso me gusta. ¿Dices que no vas a rendirte? Bueno, veremos como se desarrolla el combate. Puede que dentro de un rato me pidas que te mate -dijo invocando la espada llameante.
-Jamás. Soy un Santo de bronce, lucharé mientras quede una ínfima parte de cosmos en mi interior. Y recuerda que el error de Rinfel fue subestimarme por ser mujer.
El Guerrero Divino se lanzó contra Casyopea y con la espada en alto. Quería asestarle un golpe mortal desde el principio y acabar el combate pronto. Al estar ella gravemente herida, no aguantaría demasiados ataques rápidos por parte del guerrero divino.
Casy extendió la cadena y ésta la protegió del primer ataque, pero no podía recomponer la defensa a la misma velocidad de antes. Era su primera misión, apenas hacía dos dias que tenía la armadura, como aquel que dice. No podía más. Y seguía perdiendo sangre.
Uno de los ataques alcanzó el hombro de Casyopea, perforando la hombrera derecha de la armadura de Andrómeda. El Guerrero de Odín había lanzado decenas de ataques y sólo uno había tenido éxito; comenzaba a cansarse de aquella de aquella molesta cadena, por lo que centró sus atáques en ella, para poder romperla y despojar a Casy de la mejor de sus defensas.
La cadena no aguantó y se partió, quedando inerte en el suelo. Casy retrocedió, asustada. ¿Y ahora qué hacía? Había perdido su arma y su defensa. Tendría que servirse de su cosmos, pero estaba tan cansada... Aún así, consiguió hacer arder su cosmos para lanzar su:
-Tormenta nebular.
Su rival salió despedido hacia atrás, aunque fué más por lo inesperado de su reacción que por la fuerza en sí del ataque de Casy. El guerrero divino se tomó unos segundos para recuperar el aliento. 
-Eres realmente molesta, pero aun no he dicho mi última palabra.
El escenario era propicio para su proximo ataque, pues estaban en mitad de un frondoso bosque. Casy sintió miedo, estaba agotada, no podria lanzar otra tormenta nebular y tampoco tenía la cadena para defenderse, además, estaba herida. Cerró los ojos y se preparó para decibir el golpe, aunque por suerte, la máscara cubría ese gesto.
-¡Espíritus de la Naturaleza! -gritó el siervo de Odín con fuerza y, para sorpresa de la muchacha, ramas y raices de los árboles cercanos a la amazona de Andrómeda rodearon sus muñecas y tobillos, dejándola totalmente incapacitada para atacar y/o defenderse-. Bien, creo que ha llegado tu hora. Probablemente te añada a mi colección de cristales -amplió su sonrisa-. ¿Últimas palabras?
Ella trató de oponer resistencia, pero era inútil. Abrió los ojos y clavó sus verdes iris en los del guerrero divino. 
-¿Últimas palabras? Que puede que me mates, pero no podrás evitar que los Santos de Atenea cumplamos nuestra misión. Al menos uno de nosotros llegará al final. Y lo único que lamentaré será no poder ver cómo te patea el culo.
-Respuesta equivocada. ¡Que el ataud de Amatista se cierre sobre tí!

El tiempo se detuvo y Casy no sintió dolor alguno. Richbela tenía los ojos abiertos de par en par y tosió sangre y miró hacia abajo, descubriendo una rosa blanca clavada en su pecho, la cual iba tiñiendose de rojo segundo a segundo.
El golpe no llegaba. Casyopea abrió primero un ojo, luego el otro. En apenas un instante abrió los ojos y la boca como si le hubiesen dado el susto de su vida. ¡Una rosa! ¿De dónde había salido? Eso sólo podia significar una cosa: Albafika de Piscis estaba cerca. Sintió que el pulso se le aceleraba, estaba a salvo.
Albafika caminó lentamente hacia Richbela sin prestar atención en un primer momento a Casyopea. Al llegar a la altura del guerrero divino, le dió una patada en el abdomen y éste cayó de espaldas aun vivo.
-¿Últimas palabras? -dijo mientras el guerrero de Alioth se ahogaba en su propia sangre, escapándosele la vida poco a poco.
Casy se vio liberada cuando el guerrero divino cayó. Corrió junto a Albafika, quería mirar a la cara a ese hombre que había estado a punto de matarla. Su respiración era agitada. No dijo nada, sólo se mantuvo allí, de pie, junto a su superior.
Éste se giró, ahora si, para preocuparse por la joven caballero de Andrómeda. 
-¿Estás bien, Casyopea? -la miró de arriba a abajo. 
-Sí, muchas gracias. Si no llega a ser por usted, no habría salido con vida. Muchas gracias. Lo siento, no he estado a la altura de lo que se me exigía como caballero -estaba tan nerviosa, por haber estado tan cerca de morir, que se puso a sollozar y hasta tuvo que meter lo dedos bajo la máscara para limpiarse los ojos.
-Nada de eso. Estoy muy orgulloso de ti, ya os dije a Píntocles y a tí que estos guerreros divinos se podían considerar como los cabelleros de oro de Asgard. No es nada fácil vencerlos y tú has conseguido vencer a uno de ellos y plantarle cara a otro, aun estando en clara desventaja y sin experiencia en combate.
-Pero... pero... mi cadena... mi armadura... -dijo entre susurros, como si le importase más eso que sus heridas-. Y ahora sólo seré una carga para usted -bajó la cabeza. Después de toda la tensión, el verse a salvo y encima que la hubiese salvado Albafika... si es que la pobre ya no sabía donde meterse.
-No te preocupes. Shion puede reparar las armaduras dañadas, y no creo que la vuestra le resulte un problema -dijo comenzando a caminar-. ¿Puedes caminar por tí misma? 
-Sí, creo que sí -intentó ponerse en pie. Se tambaleó un poco, pero se mantuvo. Cojeaba, pero podia caminar. Se alejó unos pasos, para recoger su cadena y la miró con lágrimas en los ojos-. ¿De veras el maestro Shion puede arreglarla? ¿No se enfadará el maestro Dohko?
Albafika: Tu cadena se ha roto en combate, no tiene por qué enfadarse -se acercó a ella para pasarse el brazo derecho de Casyopea por detrás de su cuello para ayudarla a caminar-. Ah, por cierto. No tienes por qué tratarme de usted. A pesar de nuestros diferentes rangos, ambos somos caballeros de Atenea -le explicó dedicándole una sonrisa.
Casy estuvo a punto de atragantarse con su propia saliva al tragar. Menuda sonrisa gastaba. Y encima le daba la confianza para tratarle de un modo más familiar... Si es que ese hombre lo tenía todo... bueno, salvo que la casa no era muy céntrica, pero se le podia perdonar. Se sonrojó y le agradeció una vez más a su maestro la máscara que le había regalado antes de partir. 
-Está bien, señ... digo... este... Albafika.

CF II. Hielo y Fuego. Música de Fondo.


Albafika y Píntocles se separaron, como estaba previsto, sin mencionar palabra, aunque el caballero de Piscis confiaba en él. 
Albafika corría a toda velocidad mientras sus botas doradas se hundían en la nieve a cada paso. El santo de oro se detuvo un instante para notar, algo preocupado, como el cosmos de Casyopea era bastante débil, aunque parecía haber ganado su combate, por lo que se sintió orgulloso de ella. Segundos despues continuó su camino hacia el Santuario de Asgard. De repente, una sombra se recortó en la nieve, delante de él. Cubierta por una capa negra que no dejaba ver de quién se trataba, pues ocultaba su rostro y su cuerpo hasta las rodillas. Podía verse que llevaba una armadura, pero no identificar cual. 
-El paseo te ha llevado lejos de casa, Santo de Atenea.
Albafika se paró en seco y lo miró con desconfianza. Sin duda era uno de los guerreros divinos, pero no llegó a saber en ese momento de cual de ellos se trataba. 
-A recuperar aquello que nos habeis robado. Apártate de mi camino -le sugirió. Evitaría el tener que matarle a menos que él le obligase.
Hegan se permitió reír. 
-Me temo que eso no es posible, Caballero. Verás, no puedo dejar que alcancéis el Templo de Odín. No pasarás de este punto -sin despojarse aún de la capa que le cubría, Hegan lanzó su primer ataque, aquellos desgarros que podían salir de sus dedos hendieron la nieve al abrirse camino hacia Albafika.
El Santo de Piscis saltó hacia arriba y luego hacia atrás, poniendose en guardia. 
-Eres demasiado ingenuo. Enfrentarse a un caballero de oro significa la muerte para el que osa hacerlo, pero si quieres morir joven, no seré yo quien te lo niegue -dijo lanzándole varias rosas rojas envenenadas.
Hegan lanzó su puño de fuego para quemar las rosas que tenía a su alrededor. El veneno le afectó un poco y le hizo toser, pero, de momento, aguantó el envite. Como respuesta, quiso lanzar ese mismo ataque contra el caballero de oro. 
-No subestimes al guerrero divino de Beta -dijo, despojándose por fin de su capa.
Albafika sonrió al verle.
-Vaya... Hegan de Merak. Tus ataques son de hielo y fuego, pero... ¿de verdad te ves capaz de ganarle a un caballero de oro? -estaba extrañamente confiado y quizás pecaba en exceso de orgullo. No obstante sabía que debía tener cuidado con su adversario.
-Del mismo modo, yo podría preguntarte, Albafika de Piscis, si crees que puedes derrotar a los guerreros divinos de Asgard. Éste no es tu terreno, sino el mío. Aquí no reina tu Diosa, sino mi Dios. Y no podrás pasar de aquí.
Albafika suspiró profundamente.
-Bien, te enseñaré la diferencia entre tu poder y el mío -dijo confiado. Una neblina de color rojo comenzó a rodear a ambos caballeros. Esperaría a su siguiente movimiento y, si continuaba desafiándole, lanzaría su ataque contra Hegan.
Hegan, en cambio, no lo percibió como un ataque, pensó que era el humo de las flores que acababa de quemar. Acercó las manos a su pecho y lanzó su ataque de frío más poderoso, seguido del Furor del Volcán, con idea de congelar al santo de oro y luego hacerle estallar con el calor.
Albafika comprendió aquel ataque como una ofensa y no tuvo más remedio que contraatacar. 
-¡Espinas Escarlataaaaaa! -gritó con fuerza y la neblina se transformó en afiladas agujas, las cuales fueron repeliendo el ataque de Hegan y clavandose poco a poco en el guerrero divino. Afortunadamente para él, Albafika no pretendía que su ataque fuese mortal. Como había dicho antes, sólo quería que comprendiese la diferencia de nivel entre ambos.
Hegan cayó sobre la nieve, primero de rodillas y luego boca abajo. 
-Maldito... Santo... de Piscis. -perdió la consciencia, no estaba muerto, pero lo estaría pronto si no lo sacaban de la fría tumba que era la montaña.
Albafika continuó su camino lentamente y dejando allí al guerrero divino de Beta. Había sido valiente, a la vez que ingenuo al intentar medirse con el Santo de Piscis. Ya solo quedaban cinco guerreros divinos y esperaba seguir teniendo la misma suerte que hasta el momento.

Por su parte, Sertan continuó su ascenso por la montaña, escalando. Iba despacio, con cuidado de no caerse, hasta alcanzar la cima, donde le esperaba una hermosa y mortal melodía que salía del arpa de un Guerrero Divino.
El Santo de Plata alzó la guardia y, tras unas breves frases, comenzó el combate. El Guerrero Divino fue el primero en atacar. Los rayos de luz que salían de sus dedos marcaron el inicio de la batalla y el fin momentáneo de la música. Sertan evitó la primera andanada y trató de encajar algún golpe, pero no logró evitar el segundo ataque de su enemigo y cayó al suelo. Ese instante de indefensión no fue desaprovechado y las cuerdas del arpa se apretaron en torno a su cuerpo. Cada pulsación, cada nota, apretaba aún más la cuerda y hendía su carne. La sangre comenzó a brotar al suave y lento rítmo de aquella macabra sinfonía de muerte. 
Sin embargo, jamás llegó a ejecutar la última nota, la que sesgaría la vida de Sertan, pues el escudo de la Medusa abrió sus ojos, sorprendiendo al Guerrero de Odín y transformándolo en una fría estatua de piedra. Su piel, su armadura y las cuerdas de su arpa eran ahora de dura roca. Roca de la que Sertan pudo liberarse sin problemas para seguir su camino.

jueves, 14 de febrero de 2013

GS VII. Combates en los Pilares II. Albafika vs. Sirena.


Albafika llevaba ya unos minutos corriendo. No había tiempo que perder si querían volver cuanto antes al Santuario. Le resultaba de lo más extraño no haber sentido ningún cosmos en el rato que llevaba avanzando hacia el Pilar del Atlántico Sur. ¿Habrían caido en un engaño y mientras ellos estaban allí abajo, los Generales atacarían el Santuario? "No, sería de lo más imprudente dejar de defender los pilares del reino de Poseidón" pensó. No conocía la apariencia de los Generales de Poseidón, pero fueran como fuesen, solo esperaba no tener que entrar en combate antes de saber el por qué habían atacado el Santuario.
Una suave melodía se iba haciendo cada vez más intensa conforme avanzaba. Junto al pilar todo estaba tranquilo, vacío. Ni un alma. Sólo la música flotando en el aire. Unos ojos observaban al Santo de Piscis, escondidos tras la piedra impoluta de la colosal columna.
Albafika sonrió muy lévemente, primero al oir la música y, despues al ver al fin al General de Poseidón. Subió el último par de peldaños para quedar a la misma altura que aque que defendía el Pilar y lo observó un instante, aunque manteniendo la distancia. 
-¿Eres tú quien custodia este Pilar? -comenzó al fin. No apartó la vista de él, atento a cualquier movimiento. No iba a ser él quien empezase el combate, pero llegado el caso, sí que sería quien le diese fin.
-Lo soy -respondió el General. Su escama de Sirena brillaba como si estuviese expuesta al sol-. ¿No habéis tenido suficiente?
-¿Suficiente? Vaya, así que confirmas nuestras sospechas. Despues de todo fuisteis vosotros los que violásteis a ese par de amazonas, ¿eh? -frunció un poco el ceño sin dejar de mirarle-. ¿Por qué habeis cometido tal estupidez? ¿Qué demonios quereis demostrar?
-¿Amazonas? -la música había dejado de sonar apenas el general separó la flauta de sus labios-. No tengo ni idea de lo que estás hablando. Lo único que sé es que los Caballeros de Atenea habéis venido buscando guerra. Y los Generales de Poseidón os la daremos -levantó la mano derecha sobre su cabeza y la dejo caer rápidamente hacia adelante, cortando el aire. El cosmos se concentró en su mano y unos rayos azulados salieron hacia Albafika.
Aquel ataque pilló desprevenido al Santo de Piscis y, aunque reancionó rápido, aquellos rayos golperon en su hombrera derecha, dañandola visiblemente. No contraatacó, prefirió seguir indagando, aunque si su adversario atacaba de nuevo no se quedaría de brazos cruzados. Jamás entendió como Aldebarán podía luchar así.
-¿Guerra?¿Nosotros? Vosotros fuisteis los que dejásteis constancia de vuestros actos con las máscaras de las amazonas marcadas con el sello inconfundible de Poseidón.
-¡Ja! Eres rápido. Pero no te servirá de mucho -se llevó la flauta de nuevo a los labios y la música empezó a sonar otra vez, entonando las Ondas Aturdidoras. Con ellas, crearía una ilusión en la mente de Albafika que le haría pensar que se había multipicado. No podría saber cuál era el verdadero y así podría atacarle-. ¿Máscaras? No sé qué pretendes con tanta palabrería, pero no conseguirás confundirme.
-Veo que no me dejas otra opción... -cerró los ojos para concentrar su cosmos. Las rosas demoníacas no servirían en aquel instante y tampoco quería matarlo, no sin saber la razón de su ataque al Santuario. Las palabras del General le hicieron dudar. ¿Sería totalmente ajeno a aquel ataque o simplemente estaba intentando ocultarlo? ¡Espinas escarlata! -se decidió a atacar finalmente y parte de su sangre envenenada salió disparada en forma de agujas hacia las imágenes proyectadas del General del Atlántico Sur.
El General trazó un círculo delande de sí con la flauta, dibujando con ella un círculo que le serviría de escudo ante el ataque de Albafika. 
-Vas a necesitar más que... eso -sintió cómo las espinas atravesaban su defensa, pero eran muy pocas, no tenía que preocuparse. De momento. Volvió a lanzar sus Rayos de Energía.
-Buena defensa, aunque has cometido un error del que pronto te darás cuenta -aun así no debía descuidarse. El General no daba un momento de respiro al Santo de Piscis, que tuvo que echar mano de una de sus rosas negras para detener aquel ataque. Le miró fijamente, como si aun esperase una explicación de por qué habían atacado el Santuario hacía unos días.
-Los que habéis cometido un error sois vosotros, levantándoos contra Poseidón. Atenea no es tan fuerte como para disputarle sus dominios. Debería haberse conformado con la tierra.
-¡Sois vosotros los que violasteis a dos de las amazonas del Santuario y vais a pagar por ello! -estaba empezando a irritarle la actitud del guardian del Pilar del Atlántico Sur-. Bueno, ya que no quieres confesar y sigues haciendote el loco, no me queda más remedio que hacerte confesar -echó su mano derecha hacia atrás, la misma que sostenía la rosa negra con la que había detenido el ataque de su adversario-. ¡Rosas Piraña! -un puñado de rosas negras se dirigían a toda velocidad contra el General de Poseidón, aunque la que había sostenido en su mano iba directamente hacia la flauta.
Con la mayor rapidez de la que fue capaz, el General ejecutó su Ilusión de Sirena, para salir de la trayectoria de las flores y hacer creer a Albafika que se hallaba ante la legendaria sirena en verdad. Con ello pretendía confundirle para poder tocar su Sinfonia Mortal.
Albafika no tenía defensa posible contra aquel ataque. No le serviría de nada taparse los oidos, nisiquiera automutilarse perforándose los oidos, por lo que lo único que le quedaba era contraatacar, ya que no estaba seguro de que el veneno de sus espinas escarlata actuase en aquel entorno con la suficiente rapidez como para acabar con el General de Poseidón antes de que acabase de ejecutar su ataque.
-No pienso rendirme sin más. ¡Rosas ... -extendió sus brazos hacia los lados- Piraña! -levantó la cabeza hacia arriba y cerró los ojos, lanzando un torrente de rosas negras en todas direcciones dando lo mejor de sí mismo para evitar que volviese a escapar.
La ilusión pareció desvanecerse un instante. Uno apenas perceptible para una persona normal, pero no pasaría desapercibido para alguien que podía moverse a la velocidad de la luz. El veneno de Albafika había debilitado el cuerpo del General y afectaba a su técnica. Por eso las rosas piraña dieron con él y por eso perdió su preciada flauta. 
-Maldición -Albafika ya no estaba preso de la ilusión y estaban de nuevo frente a frente-. Reconozco que eres un gran rival, Caballero. Pero no os haréis con este Santuario. Y lo sabéis. Puedes justificarte acusándome de un crimen no cometido, pero ambos sabemos que no es así.
Albafika quiso hacer caso omiso al General mientras se acercaba a él paso a paso, pero la convicción en sus palabras y su mirada le hicieron dudar, ¿Estaría diciendo la verdad? 
-¿Cómo explicas entonces la marca de Poseidón en las máscara de las amazonas? -¿habrían sido engañados para hacerles abandonar el Santuario? Estaba realmente confuso, aunque esperaba con ansia la respuesta del General a su pregunta.
Albafika quiso hacer caso omiso al General mientras se acercaba a él paso a paso, pero la convicción en sus palabras y su mirada le hicieron dudar, ¿Estaría diciendo la verdad? - ¿Cómo explicas entonces la marca de Poseidón en las máscara de las amazonas? - ¿habrían sido engañados para hacerles abandonar el Santuario? Estaba realmente confuso, aunque esperaba con ansia la respuesta del General a su pregunta.
El General frunció el ceño:
-¿Qué es eso de las máscaras que tanto repites? No tengo ni idea de qué me hablas. Venís aquí, atacáis éste Santuario cuando estamos en Paz, matáis a dos de mis compañeros y ¿pretendes que crea que os estáis defendiendo?
Albafika comenzaba a creer a aquel que no tardaría en morir a causa del veneno de la sangre de Piscis.
-Hace unos días aparecieron en el Santuario un par de amazonas muertas y con signos de violación. A su lado, sus máscaras tenían grabada la marca del Dios de los mares, al cual representais los Generales Marinos, así que, como comprenderás, no íbamos a quedarnos de brazos cruzados.
-¿Amazonas violadas? No sé quién pueda haber hecho esa barbaridad, pero los Generales tenemos mujeres más hermosas mucho más cerca y no necesitamos forzarlas. Y, en el hipotético caso de que alguno lo haga, no sería tan idiota como para dejar una marca como ésa.
Albafika se quedó pensativo un instante. A decir verdad llevaba toda la razón. Si fuesen a atacar el Santuario no se limitarían a matar únicamente a dos amazonas. La marca en las máscaras era demasiado evidente. Y si el General tenía razón, tanto el Santo de Piscis como el resto de caballeros que habían bajado al reino submarino habían cometido un tremendo error.
-¿Me das tu palabra de que no habeis tenido nada que ver en todo este asunto? -dijera lo que dijese, no podría hacer nada por la vida de aquel General, algo que, de ser afirmativa su respuesta, lamentaría tremendamente.
-Por supuesto -sentenció con aplomo. Sostuvo la mirada de Albafika. No había lugar a dudas, estaba convencido de sus palabras. Tosió, cubriéndose la boca con la mano. Su palma quedó manchada de sangre. El veneno empezaba a presentar síntomás.
Albafika supo al instante que el General del Atlántico Sur estaba diciendo la verdad, algo que le cayó como si una de sus rosas sangrientas se le hubiese clavado en su propio corazón. Se agachó junto al que hasta hacía unos minutos había sido su adversario y agachó la cabeza.
-Siento no poder hacer nada por salvarte la vida, pero llegado el momento me disculparé por esto ante tu señor Poseidón -se levantó de nuevo-. Ahora debo marchar. He de impedir que haya más muertes innecesarias.
El General frunció el ceño. Se encontraba mal, como si hubiese comido algo en mal estado. Y tenía mucho sueño. ¿Realmente su vida iba a terminar así? Si era la voluntad de los dioses... Al menos había sido en batalla, protegiendo su pilar, que seguía intacto.

Albafika volvió sobre sus pasos, bajando de nuevo las escaleras que le alejaban del pilar del Atlántico Sur. No tenía tiempo que perder. Intentó detectar el cosmos de Degel o Shion para informarles de lo que acababa de descubrir. Habían cometido un tremendo error y debían volver cuanto antes al Santuario.
Sin embargo, fueron los cosmos de Yato y Yuzuriha los que notó más próximos. La amazona se adelantó un paso para hablar con él. 
-Señor Albafika... -no iba a preguntarle si estaba bien, estaba vivo y era bastante, pero sí quería saber cuál era el siguiente paso.
Albafika les miró con rostro serio y mantuvo las distancias. Uno de los ataques del General de Poseidón le había provocado una herida. Aunque fisicamente, la herida no presentaba importancia, cualquier contacto de la sangre envenenada con Yato o Yuzuriha podría ser fatal.
-Debemos darnos prisa. Hay que avisar a Shion y Degel de que se detengan. Tenemos que volver al Santuario de inmediato. No ha sido Poseidón quien atacó el Santuario.
-¿No? Pero señor, el Maestro Shion vino a comprobarlo por sí mismo -¿acaso Albafika iba a poner en duda la palabra del lemuriano? Eso era algo que a la Grulla le costaría permitir.
-Me lo acaba de confirmar el General de Sirena. No había mentira en sus ojos. Lo sé -bajó la cabeza un segundo y volvió a levantarla, mirándoles con determinación-. Yo iré a buscar a Degel de Acuario. Vosotros id a avisar a Shion de Aries. Solo espero que no sea aun demasiado tarde -echo a correr en la dirección en la que sentía, minimamente eso sí, el cosmos del Santo de la undécima casa. Mientras ellos estaban ahí abajo luchando por una causa totalmente injusta y erronea, algo mucho peor podría estar atacando el Santuario, sin tres de sus Santos Dorados protegiéndolo.
Bajo la máscara, Yuzuriha frunció el ceño. Podía notarse la tensión en su voz. 
-¿Y creerá a un general de Poseidón, un enemigo, antes que a Shion de Aries?