viernes, 15 de febrero de 2013

CF II. Hielo y Fuego. Música de Fondo.


Albafika y Píntocles se separaron, como estaba previsto, sin mencionar palabra, aunque el caballero de Piscis confiaba en él. 
Albafika corría a toda velocidad mientras sus botas doradas se hundían en la nieve a cada paso. El santo de oro se detuvo un instante para notar, algo preocupado, como el cosmos de Casyopea era bastante débil, aunque parecía haber ganado su combate, por lo que se sintió orgulloso de ella. Segundos despues continuó su camino hacia el Santuario de Asgard. De repente, una sombra se recortó en la nieve, delante de él. Cubierta por una capa negra que no dejaba ver de quién se trataba, pues ocultaba su rostro y su cuerpo hasta las rodillas. Podía verse que llevaba una armadura, pero no identificar cual. 
-El paseo te ha llevado lejos de casa, Santo de Atenea.
Albafika se paró en seco y lo miró con desconfianza. Sin duda era uno de los guerreros divinos, pero no llegó a saber en ese momento de cual de ellos se trataba. 
-A recuperar aquello que nos habeis robado. Apártate de mi camino -le sugirió. Evitaría el tener que matarle a menos que él le obligase.
Hegan se permitió reír. 
-Me temo que eso no es posible, Caballero. Verás, no puedo dejar que alcancéis el Templo de Odín. No pasarás de este punto -sin despojarse aún de la capa que le cubría, Hegan lanzó su primer ataque, aquellos desgarros que podían salir de sus dedos hendieron la nieve al abrirse camino hacia Albafika.
El Santo de Piscis saltó hacia arriba y luego hacia atrás, poniendose en guardia. 
-Eres demasiado ingenuo. Enfrentarse a un caballero de oro significa la muerte para el que osa hacerlo, pero si quieres morir joven, no seré yo quien te lo niegue -dijo lanzándole varias rosas rojas envenenadas.
Hegan lanzó su puño de fuego para quemar las rosas que tenía a su alrededor. El veneno le afectó un poco y le hizo toser, pero, de momento, aguantó el envite. Como respuesta, quiso lanzar ese mismo ataque contra el caballero de oro. 
-No subestimes al guerrero divino de Beta -dijo, despojándose por fin de su capa.
Albafika sonrió al verle.
-Vaya... Hegan de Merak. Tus ataques son de hielo y fuego, pero... ¿de verdad te ves capaz de ganarle a un caballero de oro? -estaba extrañamente confiado y quizás pecaba en exceso de orgullo. No obstante sabía que debía tener cuidado con su adversario.
-Del mismo modo, yo podría preguntarte, Albafika de Piscis, si crees que puedes derrotar a los guerreros divinos de Asgard. Éste no es tu terreno, sino el mío. Aquí no reina tu Diosa, sino mi Dios. Y no podrás pasar de aquí.
Albafika suspiró profundamente.
-Bien, te enseñaré la diferencia entre tu poder y el mío -dijo confiado. Una neblina de color rojo comenzó a rodear a ambos caballeros. Esperaría a su siguiente movimiento y, si continuaba desafiándole, lanzaría su ataque contra Hegan.
Hegan, en cambio, no lo percibió como un ataque, pensó que era el humo de las flores que acababa de quemar. Acercó las manos a su pecho y lanzó su ataque de frío más poderoso, seguido del Furor del Volcán, con idea de congelar al santo de oro y luego hacerle estallar con el calor.
Albafika comprendió aquel ataque como una ofensa y no tuvo más remedio que contraatacar. 
-¡Espinas Escarlataaaaaa! -gritó con fuerza y la neblina se transformó en afiladas agujas, las cuales fueron repeliendo el ataque de Hegan y clavandose poco a poco en el guerrero divino. Afortunadamente para él, Albafika no pretendía que su ataque fuese mortal. Como había dicho antes, sólo quería que comprendiese la diferencia de nivel entre ambos.
Hegan cayó sobre la nieve, primero de rodillas y luego boca abajo. 
-Maldito... Santo... de Piscis. -perdió la consciencia, no estaba muerto, pero lo estaría pronto si no lo sacaban de la fría tumba que era la montaña.
Albafika continuó su camino lentamente y dejando allí al guerrero divino de Beta. Había sido valiente, a la vez que ingenuo al intentar medirse con el Santo de Piscis. Ya solo quedaban cinco guerreros divinos y esperaba seguir teniendo la misma suerte que hasta el momento.

Por su parte, Sertan continuó su ascenso por la montaña, escalando. Iba despacio, con cuidado de no caerse, hasta alcanzar la cima, donde le esperaba una hermosa y mortal melodía que salía del arpa de un Guerrero Divino.
El Santo de Plata alzó la guardia y, tras unas breves frases, comenzó el combate. El Guerrero Divino fue el primero en atacar. Los rayos de luz que salían de sus dedos marcaron el inicio de la batalla y el fin momentáneo de la música. Sertan evitó la primera andanada y trató de encajar algún golpe, pero no logró evitar el segundo ataque de su enemigo y cayó al suelo. Ese instante de indefensión no fue desaprovechado y las cuerdas del arpa se apretaron en torno a su cuerpo. Cada pulsación, cada nota, apretaba aún más la cuerda y hendía su carne. La sangre comenzó a brotar al suave y lento rítmo de aquella macabra sinfonía de muerte. 
Sin embargo, jamás llegó a ejecutar la última nota, la que sesgaría la vida de Sertan, pues el escudo de la Medusa abrió sus ojos, sorprendiendo al Guerrero de Odín y transformándolo en una fría estatua de piedra. Su piel, su armadura y las cuerdas de su arpa eran ahora de dura roca. Roca de la que Sertan pudo liberarse sin problemas para seguir su camino.

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