Shion se detiene un momento ante los primeros escalones del
Santuario. A sus hombros, uno en cada lado, como si fuesen fardos ((ya me dirás
tú cómo con los cuernos de la armadura)), lleva a los Santos de Bronce que
lucharon contra el General Marino. El Oso está herido, pero vivirá. Pegaso, por
desgracia, no ha tenido tanta suerte. Y no será el único en caer, pues sus
sospechas se han confirmado y ahora debe informar al Patriarca de que,
efectivamente, la guerra ha comenzado.
Atraviesa la entrada al Coliseo, ignorando las miradas de
los caballeros que allí entrenan, que se detienen al ver al Caballero Dorado
llevando los cuerpos ensangrentados y con las armaduras destrozadas de dos de
sus compañeros. Muchas preguntas, ninguna respuesta. El primero al que debe dar
parte es Sage. Sólo a los miembros de su casa, al alcanzar el Templo de Aries,
les permite liberarle del peso de los dos Santos. A uno lo llevan rápidamente para
atender sus heridas. A otro lo llevan para velar su cuerpo, que recibirá
sepultura, con los honores que corresponden a un Caballero de Atenea.
Sin molestarse en limpiar la sangre que tiñe de rojo el
metal de su armadura, Shion continúa su ascenso a través de las casas de Tauro
y Géminis, ambas vacías, hacia la de Cancer. No le sorprende que esté también vacía.
Nunca se sabe dónde puede estar el imprevisible italiano. Y seguramente Sage ya
esté tomando medidas, antes incluso de tener su confirmación.
Uno tras otro, el lemuriano deja atrás las 12 Casas y sube
el último tramo, el que lleva directamente a la Cámara del Patriarca.
En la Cámara del Patriarca, el Santo de Cáncer se encuentra
reunido con su maestro y la Diosa. Manigoldo pone los brazos en jarras, mirando
de hito en hito a su maestro.
-¡Pero maestro! -replica-. Mientras nosotros estamos
esperando aquí sin hacer nada, Poseidón puede estar preparando una ofensiva.
-Manigoldo... -para Sage se hace difícil explicarle cosas
tan delicadas a su discípulo. Es un buen chico, y le respeta, pero el punto de
vista de Manigoldo es demasiado personal como para conseguir meterle algo
distinto en la cabeza-. Hasta que Shion regrese, no podemos hacer absolutamente
nada -detrás de su yelmo y bajo la sombra de éste, cobija sus ojos. En su
mirada podría leerse la preocupación y la angustia.
Manigoldo no va a insistir más. Sage sabe lo que hace,
siempre, y él nunca tiene razón. Así que sumando dos y dos, la ecuación sigue
dando el mismo resultado. Pero no está conforme y quizás busca la aprobación de
la Diosa Atenea, que está tras Sage sentada en el trono con el semblante
entristecido y la mirada perdida.
-¡Mi Diosa! ¡Déjeme ir por mi cuenta!
La joven encarnación de la diosa permanece en silencio, pasando
sus ojos del Patriarca al Caballero, del Caballero al Patriarca. Suspira
quedamente y se toma unos segundos antes de responder a Manigoldo.
-No puedo permitir que vayas todavía. Si hay alguna
posibilidad de evitar una guerra, la aprovecharemos. No quiero que nadie muera
inútilmente.
Manigoldo suspira resignado, al menos en este momento y en
presencia de las dos personalidades con más voz y cosmos del Santuario. La
sabiduría de ambos no puede ser objetivo de mofa o desaprobación, cosa que
Manigoldo sabe y que, en la excepción que confirma la regla, respeta.
-Está bien... Está bien -asiente varias veces, ya cansado de
escuchar todo el tiempo la misma canción, y tras reverenciar a ambos, gira
sobre sus talones y se aleja del trono-. Iré a aburrirme a alguna parte. Jé.
-Espero que no haga ninguna locura... -expresa su
pensamiento en voz alta, preocupado por él. Sabe lo difícil que le resulta a
Manigoldo no hacer nada cuando algo es tan obvio, e inminente. Con el pesar aún
en su voz, se vuelve hacia la Diosa-. Mi señora Atenea, no se preocupe. Todo
saldrá bien -Sage abre los ojos de súbito. Un cosmos inconfundible ha hecho su
aparición en el Santuario. El Santo de Aries ha llegado al fin, y con él, la
esperanza. No puede evitar una débil sonrisa al pronunciar su nombre ante la
Diosa- Shion de Aries... Ha regresado.
La muchacha suspira.
-Yo también lo espero -esboza una leve sonrisa al saber que
Shion ha regresado. Al menos, ha regresado con vida-. Ojalá traiga buenas
noticias -aunque su intuición le decía que no sería así.
Sage trata de endulzar lo posible su voz y su semblante.
-Sean buenas o malas noticias, lo más importante es que ha
regresado.
Shion se detiene ante la puerta de la Cámara, mentalizándose
de lo que iba a enfrentar. Casi se choca con Manigoldo cuanto éste abandona la
Cámara del Patriarca.
-Manigoldo... -musita a modo de saludo.
-Ey, Shion –Manigoldo casi se detiene para abordarle con
cientos de preguntas, pero se limita a esperar a que se las cuente el anciando
Sage. ¿Pues no le han dicho que se esté quieto y espere?- Has vuelto de una
pieza. ¡Jé! Me alegro... El Patriarca y la Diosa Atenea te están esperando.
-No deseo hacerles esperar, pero no traigo buenas noticias.
Prepárate, amigo mío, pronto todos tendremos que dar lo mejor de nosotros
mismos -suspira y se dispone a entrar en la Cámara del Patriarca, cerrando la
puerta tras él. Avanza hacia el Patriarca y la Diosa, hincando la rodilla ante
ambos, al pie de los escalones-. Shion de Aries se presenta, mi señora, Gran
Patriarca.
Atenea borra la sonrisa con la que le había recibido al ver
la sangre que mancha su armadura. -Bienvenido, Shion. Me alegra que hayas
vuelto -se nota en su voz que ya intuye lo que va a decir.
Sage saluda a Shion con un ademán de cabeza.
-Celebro que hayas regre... -Se interrumpe ante un
"¡Bien! Por fin!" de Manigoldo, que resuena desde el exterior de las
puertas de la Gran Sala. De vuelta a la realidad, continúa-: Celebro que estés
aquí.
Shion y Atenea no pueden evitar mirar hacia la puerta.
Manigoldo nunca cambiará. Pero es parte de su encanto. El Santo de Aries vuelve
a centrar toda su atención en el Patriarca y la Diosa, poniéndose en pie a
indicación de ésta.
-Gracias mi señora -al patriarca le agradece con una
inclinación de cabeza antes de continuar -Mas me temo que se han confirmado
nuestros temores. Cuando llegué al Reino Submarino y logré alcanzar a los
Caballeros de Bronce que habían sido enviados allí, ambos estaban enfrentándose
en clara desventaja contra el guardián del Pilar del Pacífico Norte. El
Caballero del Oso está gravemente herido, pero Pegaso... -su rostro se
ensombrece y aprieta la mandíbula y los puños con rabia-. No pude salvarlos a
ambos. El propio General del Hipocampo me confirmó que el ataque a las amazonas
es sólo la punta del iceberg.
Apenas escuchó la noticia de la muerte de Pegaso, la joven
Atenea bajó la mirada, para ocultar las lágrimas que se habían acumulado en sus
ojos. No lloraría, no todavía. Esperaría a después, cuando estuviese a solas
con Sage.
-Debemos prepararnos –la voz de Sage, por siempre solemne y
calmada, esconde el matiz de la lástima de haber perdido a otro buen Santo de
Atenea. Se siente culpable, él los envió cuando debió ser él mismo el que fuese
al Reino Submarino-. Reúne a los demás Santos de Oro, Shion de Aries. Si es
guerra lo que quieren, no nos quedaremos de brazos cruzados.
El Patriarca toma aire en profundidad y se lleva las manos a
la espalda. Como sospechaba, las cosas empeoraban por momentos. Manigoldo no
estaba tan equivocado cuando les presionó en tomar decisiones precipitadas;
podrían ahorrarse muchos disgustos tomando sólo unas cuantas medidas.
- Y Shion...
-¿Sí, Gran Patriarca?
-Más tarde quisiera hablar a solas contigo. Quiero un
informe detallado de lo ocurrido allí abajo.
Shion asiente y, tras inclinarse de nuevo ante su superior y
la Diosa, se dispone a abandonar la Cámara para avisar personalmente a Degel,
ya que Albafika no se encontraba en el Santuario. Desde allí, mandaría a algún
santo de bronce o de plata a informar a los demás dorados. ((Bajar pa na, es
tontería XD)).
Atenea espera a que Shion abandone la Cámara para liberar
por fin el nudo que se ha instalado en su garganta. Las lágrimas caen, cálidas
y saladas, por sus mejillas. No se molesta en ocultarlas. No ante Sage. Puede
que sea la Diosa de la Guerra, pero ama a cada uno de sus caballeros por encima
de todo. Siente como propias cada una de sus heridas. Llora cada una de sus
muertes. Y, por desgracia, la de Pegaso sólo será la primera. Porque así es la
Guerra. La que ellos deben librar para preservar la paz y la esperanza del
resto del mundo. Un mundo que ni siquiera es consciente de las batallas que
aquellos hombres, cuyo destino está escrito en las estrellas, libran desde el
anonimato. Ninguno tendrá fama. Ninguno será recordado más allá de los límites
del Santuario. Pero todos ellos alcanzarán la Gloria.
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