martes, 18 de septiembre de 2012

GS II. Declaración de Guerra. (II)


Shion se detiene un momento ante los primeros escalones del Santuario. A sus hombros, uno en cada lado, como si fuesen fardos ((ya me dirás tú cómo con los cuernos de la armadura)), lleva a los Santos de Bronce que lucharon contra el General Marino. El Oso está herido, pero vivirá. Pegaso, por desgracia, no ha tenido tanta suerte. Y no será el único en caer, pues sus sospechas se han confirmado y ahora debe informar al Patriarca de que, efectivamente, la guerra ha comenzado.
Atraviesa la entrada al Coliseo, ignorando las miradas de los caballeros que allí entrenan, que se detienen al ver al Caballero Dorado llevando los cuerpos ensangrentados y con las armaduras destrozadas de dos de sus compañeros. Muchas preguntas, ninguna respuesta. El primero al que debe dar parte es Sage. Sólo a los miembros de su casa, al alcanzar el Templo de Aries, les permite liberarle del peso de los dos Santos. A uno lo llevan rápidamente para atender sus heridas. A otro lo llevan para velar su cuerpo, que recibirá sepultura, con los honores que corresponden a un Caballero de Atenea.
Sin molestarse en limpiar la sangre que tiñe de rojo el metal de su armadura, Shion continúa su ascenso a través de las casas de Tauro y Géminis, ambas vacías, hacia la de Cancer. No le sorprende que esté también vacía. Nunca se sabe dónde puede estar el imprevisible italiano. Y seguramente Sage ya esté tomando medidas, antes incluso de tener su confirmación.
Uno tras otro, el lemuriano deja atrás las 12 Casas y sube el último tramo, el que lleva directamente a la Cámara del Patriarca.

En la Cámara del Patriarca, el Santo de Cáncer se encuentra reunido con su maestro y la Diosa. Manigoldo pone los brazos en jarras, mirando de hito en hito a su maestro.
-¡Pero maestro! -replica-. Mientras nosotros estamos esperando aquí sin hacer nada, Poseidón puede estar preparando una ofensiva.
-Manigoldo... -para Sage se hace difícil explicarle cosas tan delicadas a su discípulo. Es un buen chico, y le respeta, pero el punto de vista de Manigoldo es demasiado personal como para conseguir meterle algo distinto en la cabeza-. Hasta que Shion regrese, no podemos hacer absolutamente nada -detrás de su yelmo y bajo la sombra de éste, cobija sus ojos. En su mirada podría leerse la preocupación y la angustia.
Manigoldo no va a insistir más. Sage sabe lo que hace, siempre, y él nunca tiene razón. Así que sumando dos y dos, la ecuación sigue dando el mismo resultado. Pero no está conforme y quizás busca la aprobación de la Diosa Atenea, que está tras Sage sentada en el trono con el semblante entristecido y la mirada perdida.
-¡Mi Diosa! ¡Déjeme ir por mi cuenta!
La joven encarnación de la diosa permanece en silencio, pasando sus ojos del Patriarca al Caballero, del Caballero al Patriarca. Suspira quedamente y se toma unos segundos antes de responder a Manigoldo.
-No puedo permitir que vayas todavía. Si hay alguna posibilidad de evitar una guerra, la aprovecharemos. No quiero que nadie muera inútilmente.
Manigoldo suspira resignado, al menos en este momento y en presencia de las dos personalidades con más voz y cosmos del Santuario. La sabiduría de ambos no puede ser objetivo de mofa o desaprobación, cosa que Manigoldo sabe y que, en la excepción que confirma la regla, respeta.
-Está bien... Está bien -asiente varias veces, ya cansado de escuchar todo el tiempo la misma canción, y tras reverenciar a ambos, gira sobre sus talones y se aleja del trono-. Iré a aburrirme a alguna parte. Jé.
-Espero que no haga ninguna locura... -expresa su pensamiento en voz alta, preocupado por él. Sabe lo difícil que le resulta a Manigoldo no hacer nada cuando algo es tan obvio, e inminente. Con el pesar aún en su voz, se vuelve hacia la Diosa-. Mi señora Atenea, no se preocupe. Todo saldrá bien -Sage abre los ojos de súbito. Un cosmos inconfundible ha hecho su aparición en el Santuario. El Santo de Aries ha llegado al fin, y con él, la esperanza. No puede evitar una débil sonrisa al pronunciar su nombre ante la Diosa- Shion de Aries... Ha regresado.
La muchacha suspira.
-Yo también lo espero -esboza una leve sonrisa al saber que Shion ha regresado. Al menos, ha regresado con vida-. Ojalá traiga buenas noticias -aunque su intuición le decía que no sería así.
Sage trata de endulzar lo posible su voz y su semblante.
-Sean buenas o malas noticias, lo más importante es que ha regresado.
Shion se detiene ante la puerta de la Cámara, mentalizándose de lo que iba a enfrentar. Casi se choca con Manigoldo cuanto éste abandona la Cámara del Patriarca.
-Manigoldo... -musita a modo de saludo.
-Ey, Shion –Manigoldo casi se detiene para abordarle con cientos de preguntas, pero se limita a esperar a que se las cuente el anciando Sage. ¿Pues no le han dicho que se esté quieto y espere?- Has vuelto de una pieza. ¡Jé! Me alegro... El Patriarca y la Diosa Atenea te están esperando.
-No deseo hacerles esperar, pero no traigo buenas noticias. Prepárate, amigo mío, pronto todos tendremos que dar lo mejor de nosotros mismos -suspira y se dispone a entrar en la Cámara del Patriarca, cerrando la puerta tras él. Avanza hacia el Patriarca y la Diosa, hincando la rodilla ante ambos, al pie de los escalones-. Shion de Aries se presenta, mi señora, Gran Patriarca.
Atenea borra la sonrisa con la que le había recibido al ver la sangre que mancha su armadura. -Bienvenido, Shion. Me alegra que hayas vuelto -se nota en su voz que ya intuye lo que va a decir.
Sage saluda a Shion con un ademán de cabeza.
-Celebro que hayas regre... -Se interrumpe ante un "¡Bien! Por fin!" de Manigoldo, que resuena desde el exterior de las puertas de la Gran Sala. De vuelta a la realidad, continúa-: Celebro que estés aquí.
Shion y Atenea no pueden evitar mirar hacia la puerta. Manigoldo nunca cambiará. Pero es parte de su encanto. El Santo de Aries vuelve a centrar toda su atención en el Patriarca y la Diosa, poniéndose en pie a indicación de ésta.
-Gracias mi señora -al patriarca le agradece con una inclinación de cabeza antes de continuar -Mas me temo que se han confirmado nuestros temores. Cuando llegué al Reino Submarino y logré alcanzar a los Caballeros de Bronce que habían sido enviados allí, ambos estaban enfrentándose en clara desventaja contra el guardián del Pilar del Pacífico Norte. El Caballero del Oso está gravemente herido, pero Pegaso... -su rostro se ensombrece y aprieta la mandíbula y los puños con rabia-. No pude salvarlos a ambos. El propio General del Hipocampo me confirmó que el ataque a las amazonas es sólo la punta del iceberg.
Apenas escuchó la noticia de la muerte de Pegaso, la joven Atenea bajó la mirada, para ocultar las lágrimas que se habían acumulado en sus ojos. No lloraría, no todavía. Esperaría a después, cuando estuviese a solas con Sage.
-Debemos prepararnos –la voz de Sage, por siempre solemne y calmada, esconde el matiz de la lástima de haber perdido a otro buen Santo de Atenea. Se siente culpable, él los envió cuando debió ser él mismo el que fuese al Reino Submarino-. Reúne a los demás Santos de Oro, Shion de Aries. Si es guerra lo que quieren, no nos quedaremos de brazos cruzados.
El Patriarca toma aire en profundidad y se lleva las manos a la espalda. Como sospechaba, las cosas empeoraban por momentos. Manigoldo no estaba tan equivocado cuando les presionó en tomar decisiones precipitadas; podrían ahorrarse muchos disgustos tomando sólo unas cuantas medidas.
- Y Shion...
-¿Sí, Gran Patriarca?
-Más tarde quisiera hablar a solas contigo. Quiero un informe detallado de lo ocurrido allí abajo.
Shion asiente y, tras inclinarse de nuevo ante su superior y la Diosa, se dispone a abandonar la Cámara para avisar personalmente a Degel, ya que Albafika no se encontraba en el Santuario. Desde allí, mandaría a algún santo de bronce o de plata a informar a los demás dorados. ((Bajar pa na, es tontería XD)).
Atenea espera a que Shion abandone la Cámara para liberar por fin el nudo que se ha instalado en su garganta. Las lágrimas caen, cálidas y saladas, por sus mejillas. No se molesta en ocultarlas. No ante Sage. Puede que sea la Diosa de la Guerra, pero ama a cada uno de sus caballeros por encima de todo. Siente como propias cada una de sus heridas. Llora cada una de sus muertes. Y, por desgracia, la de Pegaso sólo será la primera. Porque así es la Guerra. La que ellos deben librar para preservar la paz y la esperanza del resto del mundo. Un mundo que ni siquiera es consciente de las batallas que aquellos hombres, cuyo destino está escrito en las estrellas, libran desde el anonimato. Ninguno tendrá fama. Ninguno será recordado más allá de los límites del Santuario. Pero todos ellos alcanzarán la Gloria.

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